Él era un hombre corpulento, no por genética sino por opción. Su madre era pequeña, diluida y algo colorina. Su padre era flaquísimo, pelado y no superaba el metro sesenta.
Lo era por opción, ya que decidió ser así para que nadie se diera cuenta que era él, quien temía dejar sus afanes para fundir sus ojos con los de otros.
Se dedicó a trabajar desde los 13 años en la carnicería de Don Choco, que luego tomó por herencia el día que murió su propietario, ya que tenía algo en su contextura que inspiraba una mezcla de bondad, orgullo y fuerza. (sobre todo eso).
Cuando llegó el día que marcaría la mitad de su vida (fecha emblemática y desconocida, donde se tiene verdaderamente, todo lo que ha significado la vida por delante) él se encontraba sentado en una banca en el frezzer donde se guardan los, entonces, pedazos de vaca.
Un trozo le llamó particularmente la atención, se encontraba al final de una hilera casi interminable de carne y huesos. Brillaba inexorable, tal como lo hacía el anillo de ella sobre su velador esa misma mañana.
Le dolían los cristales incrustándose en su puño, le dolía lo que había dejado junto a la taza de café (ya congelada e imposible de beber). Más le dolía, que incluso la futura carne para un asado, una cazuela, un estofado, un charquicán; le recordara que no podría sentarse a comer .
Tomó el animal y lo puso sobre su hombro, que de a poco se fue tiñendo con el color del que cargaba. Lo puso sobre el mostrador, se sacó los guantes, el delantal, las botas y el gorro protector. Se restregó la cara, afiló el chuchillo sobre la escala de concreto (igual que su abuela) y rasgó un sólo corte. Metió su mano en el pedazo frío, y volcó ahí todo lo que le habían dejado.
Me dejaste
las ganas de explicarte lo del orgullo. Renunciaste a letras sagradas
que jamás me atreví a leer, a la primera espinilla y a la también primera noche sin dormir, a aquella canción que escribí detrás de mi puerta y que sólo tarareé en la ilusoriamente innecesaria tarde en que volví a saber de ti.
Me quedé contigo acá adentro,donde termina el pecho y
comienza la güata. Me dejaste todo lo que había guardado para ti. Abandonaste el
desayuno que había preparado, los pasajes con destino a la nada, la foto que nunca
nos sacamos a la luz de la luna, el espíritu santo y la máquina de ejercicios que,
asegurabas, te ayudaría a usar los pantalones negros con la guarda roja que tanto
te gustaban. Aquí me tienes cargado de hijos, de anteojos para verte, de
pañuelos desechables, de ladrillos apilados en forma de propiedad y de una pasiva
bondad, que surge sólo para tener la ilusión, una vez más, que esto que soñé,
algún día podría servir para mi.
Sostiene el anillo un instante y lo mete dentro del trozo despedazado, lo deposita con cuidado y de manera ostentosa sobre el mostrador.
Será entonces, para el mejor postor.
Se secan los ojos, ya cansados de sacar afuera tantas moles, ya enojados por mantener ocultos a millones.
Se abre la puerta a transeúntes, que no tienen idea de la joya de plato que esta noche podrían
devorar.