lunes, octubre 29, 2007

Cudo, el santo más eficiente.


El hombre moriría de un infarto.
Tomó la bandeja preparada por su madre un par de horas antes y se la llevó fría a la pieza de atrás. Prendió el televisor y puso el canal 99 en silencio, quería construir la misma imagen que lo acompañó sus 24 años de matrimonio y las infructuosas salidas de domingo. Después de comerse toda la comida, sintió el ruido de un zancudo que entraba por la separación de la ventana que se había prometido hace meses reparar. Lo vio y tuvo temor de lo que podría hacerle a él, de la sangre que podría perder y de lo repulsivo que le parecía que chocara con su cara.
Justo cuando lo vio acercarse se sintió como Dios, como uno escrito con mayúscula; creíble y en silencio.
Se dio cuenta que en sus manos estaba la decisión de que el bicho siguiera con vida, se sintió poderoso y humilde porque aún sentía no uno, sino miles de bichos volando y chocando con su cuerpo, sentía el deber de matarlos o salvarlos a todos durante su ingenua excitación por manejar el vuelo.

Después de unos minutos viendo el recorrido que hacía por la pieza, la responsabilidad lo desesperaba en su asiento, así que recurrió al método de decisión que le había resultado más efectivo en los últimos años: el sorteo con papelitos.
En un pedazo de diario escribió “si” y en el otro “no”, los doblo y revolvió entre sus manos, en un paso rápido dejó caer uno sobre la cama. Lo abrió y leyó claramente NO.
La misma sensación que a los veinte le recorrió la espalda, las mismas tres veces que su futuro lo echó a la suerte hoy la sentía otra vez.
Su mujer, su droga y su bistec a lo pobre.
Decidió dejarlo en libertad y en ese mismo instante sintió como el animal recobraba fuerzas y sin duda daba la impresión de no querer vivir, porque en un acto suicida imprevisto, se lanzó sobre su cara.
El hombre se meó de susto, y aplaudió mortalmente justo sobre su cabeza. El insecto esquivando cualquier pronóstico murió a las 18:52 de la tarde.
El hombre estaba meado. Pensó en Dios y en los papelillos, pensó en los dolores de su pierna y en las imprecisiones de los políticos en huelga, pensó en su madre, pensó en la soledad. Se limpió las manos y entendió que ahora le quedaban sólo dos teorías: o Dios no existe o se limita a contradecirlo. Pensó en la carcajada de su hija, pensó en Franco de Vita, pensó en las cosas que podría haber hecho, pensó en el banco, pensó en su trabajo y en las ganas que tenía de aprender paracaidismo, pensó en ella y en la antigua demolición que evitó por un par de meses. Pensó en el dolor frío de su brazo izquierdo.