jueves, enero 04, 2007

perro muerto

Hay un pequeño corredor (inflamable de mirarlo) que conecta la entrada de la casa con la pieza donde solías dormir (donde dormimos un par de veces). En sus paredes cuelgan retratos de gente que ni soñó en conocerme, que no sabe lo bien que me queda el negro. Esa mañana me había recogido el pelo como un moño y había lavado mis manos con jabones refinados. Mi cuello olía a lavandas luego de haber celebrado tu muerte revolcándome a lo largo y ancho de moradas matas en flor, justo antes de venir a despedirme. Esa mañana me dolían los brazos y los ojos de tanto Mentolatum para llorar. Una viuda no oficial, como yo, debía guardar las apariencias o al menos avergonzar a la verdadera, con un par de hijos de pocos años y muchos ojos (verdes y caídos).
Eso hacía yo, hasta que entraste por la puerta (radiante) con dos palabras precisas que me desabotonaron la blusa. A mis años y con mi experiencia, no quedó más que recobrar mis 18 y volver a rezar.
Pero los años habían borrado tu dulzura y me habían dado de vuelto, nada más que desaires y cuentos sin contar.
Por eso te borré de mis ojos sin escuchar más, por eso te cambie por tres bolsas de oro (que no me alcanzan para pagar la micro), por eso me vine a despedir.
Pero veo que de nuevo estás parado frente a mí, sin una gotita de penitencia en el cuerpo. Me hueles a combustible y eso es lo que revienta mi ojo en gotas de agua.
Te traía tres rosas rojas (trinidad de olvido, triángulo indivisible de terquedad, epítome de la desesperación), le traía a tu cuerpo tres rosas rojas, pero insisto que se lo traía a tu cuerpo muerto (subraye ahí). Hubiese sido un bonito gesto lo de las rosas, pero te veo parado en la puerta.
Buenas noches entonces “casi amor mío”, que tengas buena vida y porqué no, un buen morir. Que seas feliz sin mí, pues ahora en una mano sostengo un vaso de agua y en la otra me esperan más de 7000 miligramos de buena sertralina que me dan el esperado valor para abrir los ojos y saltar.

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A la mujer le salió el tiro por la culata, no saldrá en las noticias de las 9. Así que continúo yo.
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Ahora en el templo el que entra con un par de rosas es el que en delirantes noches se le aparecía a ella con ojos verdes, con manto sagrado que la protegió no más de una vez. Era él con su mujer a un lado, frente al ataúd de ella, frente a los claveles de ella. Tembloroso le dice a su mujer que habían sido buenos amigos, pero que la vida los había separado. Le pidió que lo dejara un rato solo, que lo esperara en el auto.
Se acercó despacito y mientras la madrugada despuntaba en su espalda y los fideos del almuerzo le recordaban que debía irse a trabajar ya, tocó con mesura la carcasa de madera. Le dio un primer beso en el vidrio y no dijo nada. Así que cabizbajo salió del templo, pues no podría retenerla más y se fue en un convertible blanco junto a su mujer.
La que estaba fría en el cajón, sin embargo, finalmente se había extirpado el egoísmo revuelto en su testosterona. Y pudo ver al final del pasillo unos ojos nuevos que le limpiaron la cara, que le despojaron al fin lo que tanta pureza había encadenado. Así que extasiada corrió a abrazarlo, a meterlo adentro, a guardarlo para si. Corrió y al fin besó a sus ojos nuevos, a sus ojos negros. Fue libre después de tantos años. Para el resto de los mortales, ella no sería más que un rezo con mención en salvación de almas. Pero para estos dos inmortales ambos serían (desde ahora en adelante) dos incorruptibles que zurcirían canciones de clavos nuevos, que hoy suenan más acorde a su mutua pasión novicia que a un antiguo y muerto dolor.